Todavía estamos a días del final de 2025, que parece ser el punto más oscuro en la degradación de la vida política de los últimos años. Hoy, el mundo está inmerso en lo que el Papa Francisco llama una “Tercera Guerra Mundial fragmentada”.
La guerra estalló en Oriente Medio y mató a 70.000 personas en sólo dos años, entre ellos 20.000 niños; otros 50.000 bebés quedaron huérfanos. En Ucrania, la guerra en curso ha provocado casi 7 millones de refugiados y casi 200.000 muertes en ambos bandos. En Sudán, la guerra ha dejado otros 12 millones de refugiados y 25 millones de sudaneses hambrientos.
Cuando ocurrieron estas tragedias, no sólo los líderes políticos clave guardaron silencio, sino que los 32 estados miembros de la OTAN también acordaron duplicar sus presupuestos de defensa, asignados principalmente a armas, tropas y despliegues de combate. No sólo parece que estamos haciendo la vista gorda ante la guerra, sino que invertimos el doble de dinero en armarnos.
Durante el último año hemos sido testigos de escenarios como el anuncio de una inversión multimillonaria en la construcción de la Riviera en la Franja de Gaza, que supondría la expulsión de toda una población; o al presidente del país invadido (Ucrania) al que le dicen humillantemente en directo por televisión que “no tiene poder para negociar”. Uno de los principales protagonistas de la polarización global, que ha hecho una retórica maniquea que niega la legitimidad de sus oponentes, está a punto de ganar el Premio Nobel de la Paz gracias al lobbying al más alto nivel. El año 2025 es el punto más oscuro de la convivencia política porque es un momento de cinismo.
En América Latina la situación no es diferente. Hoy, nosotros, como región, seguimos desunidos y sin voz. El cáncer del populismo –tanto de derecha como de izquierda– ha dividido y envenenado a los gobiernos latinoamericanos. Sobre todo, la apatía nos devora.
En menos de un año, 200.000 personas han sido arrestadas en Estados Unidos durante el gobierno de Donald Trump, 75.000 de las cuales no tenían antecedentes penales. Ante esta farsa no se escuchan suficientes voces y no se escucha la fuerza necesaria para condenar estas violaciones de derechos humanos. Al mismo tiempo, el pueblo de Haití ha permanecido abandonado durante años: el 25% de la población de la región vive en la pobreza extrema y el 75% de los hospitales carecen de suministros y personal. ¿Qué podemos hacer cuando este sombrío escenario toca una vez más nuestra impotencia, vulnerabilidad y vulnerabilidad? Sólo hay dos caminos: el cinismo o la esperanza.
O somos cínicos y sólo nos ocupamos de la crisis que estamos atravesando, lo que significa que desarrollamos miedos sobre lo que estamos pasando, nos polarizamos al encontrar enemigos contra quienes luchar, apostamos por las comodidades de la vida burguesa y simplemente explotamos a los demás mientras tomamos el poder.
O elegimos el camino de la esperanza, que sólo puede nacer cuando se toca el desamparo y la desesperación. Este fue el camino seguido por Luther King, quien señaló en su legendario discurso que sólo “en la roca de la desesperación podemos tallar la piedra de la esperanza”.
La esperanza sólo se puede cambiar en plural, de “NOSOTROS”. Es imposible conocer la esperanza cuando uno está aislado. Por eso la esperanza se desarrolla naturalmente en las comunidades. No hay esperanza sin comunidad, y para lograrlo primero debemos superar el miedo porque nos aísla. El miedo busca enemigos contra quienes luchar, no una comunidad que encuentre un camino común. En la vida política, el miedo es terreno fértil para los corruptos que buscan apoderarse de la voluntad. Aún así, hoy, en la hora más oscura de nuestra derrota, aquellos que puedan superar su miedo y no sucumbir al cinismo del poder serán llamados a crear una atmósfera de esperanza que será la levadura de una nueva revolución.
Esta revolución contagia a otros y les permite volver a tener un sueño colectivo que nos reconcilie, conecte y una desde el aislamiento y rompa las trampas de la polarización y el odio. Éste es el momento en el que nos encontramos, el mismo momento que vivimos en la segunda mitad del siglo XX, cuando la política fracasó ante la Guerra Fría y sus nefastas consecuencias.
En esos momentos oscuros emergen las mejores páginas de la Alta Política, en mayúsculas, páginas de esperanza en tonos políticos. Todos ellos provienen de una montaña de desesperación, no de un cinismo sobre el poder. Basta recordar a Corazón Aquino en Filipinas; Patricio Irvine en Chile; el Acuerdo del Viernes Santo de Irlanda; la cadena báltica de Estonia, Letonia y Lituania; Violeta Chamorro, Nicaragua; el legendario Nelson Mandela de Sudáfrica; o las Páginas Doradas en Oslo y el apretón de manos de Yasser Arafat e Isaac Rabin en Camp David.
Si nosotros, como seres humanos, podemos forjar esas rocas de esperanza en las montañas de la desesperación, hoy estamos llamados nuevamente a escribir nuevos capítulos luminosos, a reconocer el conflicto que vivimos y a superarlo. Para hacer realidad este sueño, debemos redescubrir la política como el arte del encuentro, no el arte de la guerra en el que la hemos convertido.
Esta nueva cultura política implicará reconocer que el encuentro no es sólo una táctica de negociación temporal, sino el punto de partida y el destino de la acción política misma. Los políticos no deben ser vulgares guerreros de la guerra cultural sino artesanos del diálogo, protagonistas de la amistad cívica y expertos en el arte del intercambio entre pares. Este es un verdadero punto de inflexión en nuestra historia y un toque de atención para 2026.